Todos los caminos llevan a casa…

Existe una película, con ese título, (Jibeuro es su título original) escrita y dirigida por Lee Jeong-hyang. Cuenta la historia de una abuela y su nieto nacido en la ciudad y que en vacaciones va a vivir con ella a una localidad rural.
Yo la vi probablemente cuando tenía unos 10 años, pero la huella que dejó en mi es motor de mi oficio diario.

Tengo apenas rebasado un cuarto de siglo de vida, gustos que la mayoría de personas de mi edad encuentran anticuados, soy también hermana mayor. Tengo la enorme fortuna de tener tres abuelitos conmigo y uno que me cuida desde el cielo. Está en mi naturaleza sentir empatía del humano, amarlo y aceptarlo, aunque no muchas veces entenderlo. Nunca he visto diferencia alguna entre la mirada de un anciano a la de un recién nacido; sólo tal vez cansancio. Mi tan corta vida me ha enseñado que la risa es lenguaje universal y no sabe de edades. La educación de mis padres me ha adiestrado: “Habla de usted, eso no pasa de moda”.
Cuando fue oportuno estudié medicina y mi camino profesional (como todos los caminos de la vida) me ha llevado a casa. Aquí, a VivAlma.

Quiero contarte por qué es casa.

Dejemos de lado los pensamientos que nos hacen rechazar la idea de una casa de ancianos. Empecemos de cero. Todos nosotros pasamos por las etapas de la vida: nacer, crecer, reproducirse y morir. ¿Qué hay entre la tercera y última? El Paso de la vida, pero una vida muy diferente a las primeras fases.

Merecemos una vida plena al llegar a esa etapa que le llaman “de oro”. Y ¡claro que es así de valiosa! Es ahí donde buscamos un lugar como éste. Aquí siempre habrá alguien que entienda tus preocupaciones, que comparta tu gusto por la música de antaño, que se acuerde de aquella escena de la película de Cantinflas, que asienta la cabeza cuando hables de cómo hacer un mole en metate, que te explique el punto de cruz, que tenga afinidad por tu religión, que la historia de todos tus hijos le parezca fascinante, alguien que atesore cada minuto junto a uno de sus nietos, que comprenda el exquisito sonido del silencio después de una vida de ruido, que valore la paz entre hermanos, que su mirada sea máxima consolación cuando tu corazón esté inundado de tristeza, que su parquedad de palabra lo diga todo, alguien cuya suprema satisfacción sea ver a su gente reunida. Alguien que te acompañe en esta etapa.

Aquí tengo amigos de más de 90 años, abuelitos que he adoptado con el corazón. Aquí reafirmo que la prevención es la mejor forma de practicar medicina. Aquí he disfrutado de la risa más sincera de mi vida, y visto la inocencia andar. Aquí he secado las lágrimas más amargas. Aquí también aprendí de ellos a ver el vaso medio lleno, a no temer de la punta del iceberg…
Encuentro ya muy repetida la frase “Amo lo que hago”. Quiero dar mi mensaje con ésta otra: “Amo mi casa”.

Por cierto, la película alude a las jóvenes generaciones en el amor incondicional y el cuidado cálido de los ancianos. Ganó el equivalente sur coreano de los óscar para mejor película y guión. Ojalá puedas verla.

 

 

Fotografía anexa tomada por Miriam Martínez en Tlalpujahua; Michoacán. Diciembre 2016.

«Las obras quedan, las gentes se van»

“Las obras quedan, las gentes se van”

Tal vez no lo traiga en mis genes, pero una de las tantas cosa que heredé de mi Pá, es el gusto por la música, especialmente por aquellas canciones  “viejitas pero bonitas”,  hoy me viene a la memoria  aquella que versa:

“Al final, las obras quedan, las gentes se van…..”

En unas cuantas horas, seré un año más viejo o acumularé más experiencia, más me vale; quizás no seré más sabio, pero ojalá sea menos ignorante; tal vez mi cuerpo será más melindroso, pero espero mi espíritu sea más fuerte, mis días por venir serán menos, pero seguro estoy de que debo estar muy agradecido con la vida.

Dejando la modestia de lado, quiero presumir que no son pocos los motivos para esta agradecido con la vida, con Dios, con mi familia y amigos y con Usted que tan generosamente me leé.

Y retomando la “viejita pero bonita”  canción del gachupín, me vino a la mente mi onomástico número 10, no porque haya sido el más feliz, pero si uno de los que más recuerdo, pues un día que para mí era de celebración, en Cruz Verde decíamos adiós a “Mariquita, la Carbonera”, pasaba a “mejor vida” espero que así haya sido.

De aquel acontecimiento poco me acuerdo, y que bueno, pues no recuerdo lágrimas en su velorio. En mi memoria aún conservo a “Mariquita”, sin apellidos, a secas, tal vez ni siquiera era su verdadero nombre, en aquellos días todas las mujeres eran Marías; “La Carbonera” no era despectivo, era solo para diferenciarla de las demás Marías, mujer menudita de ochenta y tantos años , quizás más, abundante en tizne y arrugas, paupérrima en compañía, facciones amables, cifosis notoria que le dificultaba la marcha, pero que no impedía su diligencia al grito de : “quiero… carbón, leña o  dulces”, aunque dudo que alguna vez haya escuchado un “Te quiero”; valiente y previsora como ninguna, había comprado su ataúd que celosamente guardaba para cuando fuese menester, a escasos dos metros de su cama en aquel oscuro sótano donde solitaria sobrevivía.

Desconozco más de su vida y si alguien la conserva en la memoria, probablemente no sabrá más que yo, y como olvidar a “Mariquita, la Carbonera” si me dio tanto sin saberlo, calentó mi hogar con carbón y leña, pero sobretodo endulzó mi infancia con  chicles Motita, Bomberitos y Canguro y huesitos de leche que ella misma preparaba.

Nunca le di las gracias, me tarde 35 años en aprender la lección, “Gracias Mariquita”, debo prodigar lo recibido.

“Al final, las obras quedan, las gentes se van, otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual”

¿A qué vinimos?

¿A qué vinimos a este mundo? Ríos de tinta y toneladas de papel se han invertido en plasmar siglos de variaciones filosóficas, y una que otra marihuanada, en tratar de dar respuesta a tan ancestral y básica duda.

Con más de cuatro décadas  en mi odómetro de viaje, podría decirse que  tal vez estoy màs pa`lla que pa`ca, según las estadísticas, y eufemísticamente que me encuentro en la plenitud de la vida, con una mente  casi adolescente, que se resiste a la llegada de los años dorados, yo “más bien” diría plateados, y un cuerpo que me recuerda que el dios Cronos no pasa en vano, y que además con exceso de rudeza y en complicidad con el espejo, a sabiendas de mi parquedad de memoria, con acucia me señala y recuerda mis cicatrices y heridas de batalla.

Por fortuna mi especie ha evolucionado tanto, que cualquiera puede manifestarse y expresar sus ideas, sean  cual fueren, y en un arrebato de soberbia e ingenuidad y auspiciado  por la confianza de mis descendientes intentaré dar respuesta a tan citada pregunta.

Para poder hacerlo tengo que remontarme a mi llegada a este mundo, allá por principios de 1973. Con solo unos “gestos en mi teléfono” pude saber que era un miércoles del frio mes de Enero, mi madre me conto que eran las 12:30 horas cuando solté mis primeras lagrimas, de los salados litros que he llorado, solo recuerden que no solo de tristeza se llega al llanto. Todo lo demás que sé de mis primeros días, solo lo puedo deducir, de aquellas fotos en celulosa y de aquellas que atesoro en la memoria, pero sobre todo por los resultados de aquellas lejanas premisas.

Por lo anterior puedo afirmar que existe un error en el planteamiento del problema, resultado de la soberbia intrínseca de la naturaleza humana, que nos obliga a hacer, expresar y sentir siempre en primera persona, como si uno fuera el rector del universo, vociferando que vinimos, cuando en realidad fuimos traídos, participio pasivo del verbo traer.

Sin excepción todos fuimos traídos por una madre y un padre, a veces presente, a veces no; deseados y queridos, afortunadamente la gran mayoría de las veces, resultado de un acto de amor, en ocasiones de ingenua calentura; pero puedo asegurar, que con todas la aberraciones  humanas que pueden existir, que aun no he escuchado a unos padres, decir que trajeron a sus hijos a sufrir, luego entonces, en un ejercicio maniqueo, fuimos traídos para dar felicidad y ser felices; y como, si algo tenemos seguro es la muerte, pero no el lugar ni la hora, y ya que estamos trepados en este tren, solo tenemos que disfrutar del viaje. “Be happy”