EL PRIMER RETOÑO DE MI PRIMAVERA

EL PRIMER RETOÑO DE MI PRIMAVERA

Aún recuerdo la vieja casona de mi “Agüe Lupe” de anchas y erosionadas paredes de adobe, lodo y ocochal, tan anchas como las carpetas almidonadas de hilo omega tejidas con gancho por las arrugadas manos de mi abuela y que tan orgullosamente presumía en el alféizar de las ventanas junto a sus tan preciadas como preciosas muñecas, celosamente protegidas y prohibidas a los tentones de sus nietos.

Recuerdo ser despertado por el “Ding ,Dong” de las campanas del santuario que puntualmente repicaban en la primera llamada a la misa de 7, y que solo eran opacadas por las estridentes trompetas de los polluelos de las oscuras golondrinas que año tras año solían construir sus nidos entre las paralelas vigas y lajas de tejamanil labradas por las diestras manos de mi abuelo y que hacían el techo del corredor delimitado por floridas malvas.

Ciertamente con unas 7 u 8 primaveras de experiencia en ese entonces, ya debía haber sobrepasado la etapa del ¿Por qué esto, por qué lo otro? Y aún con mis cuarenta y tantos años no puedo entender que motiva a un ave con tan diminuto cerebro a entender la necesidad gastronómica de sus indefensos pichones. ¿Es acaso una simple instrucción codificada en su ADN? ¿Es un atisbo de razón? ¿Es una delicada expresión de la darwiniana selección natural? O ¿Es en esencia un acto generoso de amor o un sutil ejemplo de la potestad y sabiduría de Dios?.

La historia nos ha demostrado que la ciencia no siempre tiene la razón, o que, como los seres humanos, a veces la pierde con el tiempo. Yo me inclino a pensar que es todo lo anterior.

Era la década de los noventa, no les diré el año, solo que era un viernes de Marzo, justo el día en que Helios se colocó en el ecuador celeste dividiendo con justicia salomónica las 24 horas entre el día y la noche. Siguieron a las golondrinas, los petirrojos gorriones, los rosales se llenaron de botones y el verde invadió los montes, hasta que mi anatomía precoz, mi mente adolescente y mi corazón desbordado por la dueña de mis sueños y mis quincenas, fuimos bendecidos con el mágico y divino poder de dar vida.

En aquel equinoccio de primavera, llegó mi primer retoño, mi primer polluelo, mi inagotable fuente de energía , mi nodo sinusal, la lágrima de mi sonrisa, la niña de uno de mis ojos. Cambió mi vida, le dió sentido.

La siguiente parte de la historia no me corresponde a mi contarla, aún se escribe, con sus sostenidos y sus bemoles, pero siempre haciendo melodía, pero lo que si me toca es presumirla y sobre todo agradecerla, después de todo que es una flor sin su aroma o un ruiseñor sin su trino.

 

Felicidad eterna Mi Dany

«Las obras quedan, las gentes se van»

“Las obras quedan, las gentes se van”

Tal vez no lo traiga en mis genes, pero una de las tantas cosa que heredé de mi Pá, es el gusto por la música, especialmente por aquellas canciones  “viejitas pero bonitas”,  hoy me viene a la memoria  aquella que versa:

“Al final, las obras quedan, las gentes se van…..”

En unas cuantas horas, seré un año más viejo o acumularé más experiencia, más me vale; quizás no seré más sabio, pero ojalá sea menos ignorante; tal vez mi cuerpo será más melindroso, pero espero mi espíritu sea más fuerte, mis días por venir serán menos, pero seguro estoy de que debo estar muy agradecido con la vida.

Dejando la modestia de lado, quiero presumir que no son pocos los motivos para esta agradecido con la vida, con Dios, con mi familia y amigos y con Usted que tan generosamente me leé.

Y retomando la “viejita pero bonita”  canción del gachupín, me vino a la mente mi onomástico número 10, no porque haya sido el más feliz, pero si uno de los que más recuerdo, pues un día que para mí era de celebración, en Cruz Verde decíamos adiós a “Mariquita, la Carbonera”, pasaba a “mejor vida” espero que así haya sido.

De aquel acontecimiento poco me acuerdo, y que bueno, pues no recuerdo lágrimas en su velorio. En mi memoria aún conservo a “Mariquita”, sin apellidos, a secas, tal vez ni siquiera era su verdadero nombre, en aquellos días todas las mujeres eran Marías; “La Carbonera” no era despectivo, era solo para diferenciarla de las demás Marías, mujer menudita de ochenta y tantos años , quizás más, abundante en tizne y arrugas, paupérrima en compañía, facciones amables, cifosis notoria que le dificultaba la marcha, pero que no impedía su diligencia al grito de : “quiero… carbón, leña o  dulces”, aunque dudo que alguna vez haya escuchado un “Te quiero”; valiente y previsora como ninguna, había comprado su ataúd que celosamente guardaba para cuando fuese menester, a escasos dos metros de su cama en aquel oscuro sótano donde solitaria sobrevivía.

Desconozco más de su vida y si alguien la conserva en la memoria, probablemente no sabrá más que yo, y como olvidar a “Mariquita, la Carbonera” si me dio tanto sin saberlo, calentó mi hogar con carbón y leña, pero sobretodo endulzó mi infancia con  chicles Motita, Bomberitos y Canguro y huesitos de leche que ella misma preparaba.

Nunca le di las gracias, me tarde 35 años en aprender la lección, “Gracias Mariquita”, debo prodigar lo recibido.

“Al final, las obras quedan, las gentes se van, otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual”